martes, 18 de septiembre de 2018

Quería contarles que mi último libro se llama Vuelo de cóndor y es una novela que transcurre en Bariloche. Toma como base un hecho real, una suelta de cóndores que se hizo en Valle Encantado a mediados de los noventa. Cinco cóndores criados en cautiverio en el zoológico de Buenos Aires por los científicos de la Fundación Cóndor Andino fueron liberados allí.
Luego de una profunda investigación acompañada de conversaciones con la gente que participó del proyecto y seguida de un largo trabajo de armado literario que, desde su inicio, puede contabilizarse en diez años, el libro fue publicado en marzo de 2016.
Si bien parte de un hecho real, salvo los comentarios biológicos referidos al cóndor, a su crianza y suelta, el resto es ficción. También habla de la parte mítica y de la concepción que los pueblos andinos tenían de esta ave.
Con respecto a la parte ficcional y siendo amante de la novela policial, puedo contarles que hay una intriga que se trabaja a lo largo del libro y se despeja hacia el final.
Me encantó trabajar sobre este tema, el cóndor, tan americano y tan presente en nuestra Patagonia. En alguna otra entrega veré de agregar fotos de la tapa y de diversas presentaciones que hice en estos dos años de publicado.
                                                                                             Martha Perotto

sábado, 3 de mayo de 2014

Feria Internacional del Libro de Buenos Aires 2014
























Mañana estaré presentando mi libro "En la variedad está el Cuento" en la Feria del Libro de Buenos Aires. Los invito a acompañarme mañana, domingo 4 de mayo a las 16hs, en el stand de Río Negro.

martes, 18 de marzo de 2014

El hombre del paraguas amarillo

Del libro: En la variedad está el cuento
paragüas amarillo


            El hombre tenía un enorme paraguas de color claro, amarillo, con huellas de gato marcadas en la tela. Era como si el gato que había dejado su impronta hubiera pisado petróleo antes de incursionar por ella.
            Sé que me reí porque me hizo recordar al Inspector Clouzot en alguna película de la Pantera Rosa. Yo iba con una amiga y él se dio vuelta al oír las risas. Comprendió enseguida cuál era el motivo de nuestro regocijo y sonrió también, algo bobamente. Era gordo, y su paraguas de tal dimensión, que alcanzaba a cubrirlo totalmente.
            Esa semana llovió todos los días. El hombre iba siempre con su paraguas y debía de salir de su trabajo unos segundos antes que nosotras porque lo descubríamos más cerca o más lejos por el enorme paraguas manchado. Siempre nos saludaba con la misma sonrisa tonta que casi parecía quedar flotando como la del gato de “Alicia en el País de las Maravillas”.
            Resultó ser que trabajaba en el piso inferior al de nuestras oficinas y salía a la misma hora. Siempre con paraguas. Si llovía lo abría, si no, lo usaba de bastón.
            El viernes nos invitó a tomar un café y mi amiga aceptó de inmediato sin que yo tuviera tiempo de opinar. Nos sentamos a la coqueta mesita de una confitería cercana cuando mi amiga debió dejarnos porque su novio, al que no esperaba, la había venido a buscar. No había sido mi intención quedarme a solas con el falso Inspector Clouzot, pero ¡qué le iba a hacer! Me pagaría un café y me ayudaría a pasar un rato lejos de mi pieza solitaria. Conversamos. Le pregunté si le gustaban los gatos y después me arrepentí porque pensé que creería que me estaba burlando de él. Pero no, nada de eso. Me contestó que los gatos no le atraían de una manera especial y ya en el tema no pude evitar preguntarle por las marcas en su paraguas. “Son para conquistar chicas bonitas como usted” y yo comencé a arrepentirme del café y de las preguntas. Sin embargo el tipo tenía un aire bonachón que me permitió terminar la taza y despedirme sin prisas pero sin demoras.
            Mi pieza estaba fría y el viento había tirado la ropa que yo tendiera por la mañana en el balcón y un gato con las patas sucias había marcado mis sábanas y  algunas de mis ropas íntimas. Sólo pensé con disgusto en que tendría que volver a lavarlas y luego, ya en la piletita de la cocina, cuando intentaba limpiar por sectores las manchas negras de la sábana, recordé a Clouzot. Las manchas eran similares a las de su paraguas.
            Después, miré por la ventana y vi al gato sentado junto a la puerta del balcón como esperando que le abriera. Era color amarillo, grande, con inmensos ojos verdes. En el balcón había pisadas, huellas del gato por todas partes. Por la mañana tendría que lavarlo, antes de ir al trabajo; ahora, ni de loca le abriría al gato gordo la puerta. Bajé las persianas y se oyó un maullido de pesar. Me dio algo de risa por el pelaje desarreglado, desparramado, pero no aflojé. Supe que seguía en el balcón porque lo oía ronronear y moverse junto a la cortina.
            A la mañana seguía allí, hecho un ovillo, sobre la tierra de mi macetero. No podía volver a colgar la ropa afuera con ese animal rondando. Bajo su atenta mirada limpié el piso del balcón con balde, trapo y cepillo. Eso sí, tomando previamente la precaución de cerrar la puerta. El gato me miraba. ¡Que mirara! No pensaba darle de comer y sentí cómo crecía mi enojo.
            El balcón – y mi pieza, por supuesto – están en un quinto piso. El gato parecía ponerse en sintonía con mi enojo y se encrespaba ante cada movimiento enérgico del cepillo cuando éste se le acercaba. Hasta curvaba el lomo, sacaba las uñas afiladas y mostraba los dientes. Me apuré, sólo faltaba el repaso final y el balcón quedaría impecable. Me di vuelta para enjuagar el trapo en el agua del balde cuando sentí que me saltaba a la espalda y me clavaba las uñas filosas en los hombros. Luché por desprenderme de él, más asustada que enojada, y estuve a punto de perder el equilibrio. El gato seguía adherido como si en el aferrarse le fuera la vida. Y le fue, porque logré sacar sus garras de mis hombros con ambas manos y me sacudí con fuerza, como un perro mojado. El animal voló por encima de la baranda estrellándose contra el suelo a cinco pisos de distancia.
            Vi como la portera del edificio se le acercaba y luego regresaba con una pala y una escoba; lo barría – lo que quedaba de él – y lo arrojaba en el recipiente de residuos que aguardaba al basurero.
            Observé los daños en mi persona: tres líneas de sangre desde cada hombro hasta el omóplato correspondiente y un susto mayúsculo que traté de calmar con una enorme taza de café. No quiero volver a ver gatos ni huellas de gatos en mi vida.
            Al salir esa tarde de la oficina, llovía. Busqué el enorme paraguas amarillo y no lo vi. No volví a verlo nunca más. Ahora no me da risa recordar a Clouzot.


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Abejas

Del libro: En la variedad está el cuento 
              

           Se había despertado con un molesto zumbido en los oídos y recordando un extraño sueño: Se encontraba en el interior de un templo tan grande que la luz de las antorchas no alcanzaba a iluminar en todo su ancho, alto y profundidad. Parecía una construcción sumeria o babilonia, tenía grandes columnas con capiteles tallados. En la inmensa nave central, cientos de fieles, con antiguas vestiduras, reverenciaban un tótem con cuerpo de abeja, con cuatro alas extendidas a los costados y cabeza de mujer con rostro triangular y antenas.
            Impelido por una fuerza sobrenatural, olvida las rutinas diarias, toma las herramientas de orfebrería y comienza a diseñar con delicadeza y precisión una figura tal como la que había soñado. Busca y encuentra entre los materiales arrumbados una barra de metal precioso que desde hacía tiempo aguardaba ser trabajada y que le permitirá construir una escultura de unos veinte centímetros de altura.
            Está asombrado de su seguridad, no vacila ni una vez en las decisiones que debe tomar con respecto a las proporciones, los cortes y el esculpido del rostro. Sin haberse detenido ni por un momento, al final del día acaba el trabajo.
            Nunca ha visto nada igual, le nota una gran belleza incrementada por la originalidad del diseño.
            A la mañana siguiente la lleva a su puesto en la Feria de Artesanos para lucirla; no tiene intención de venderla.

            Un antropólogo que recorre los puestos se detiene admirado y comienza a dispararle una andanada de preguntas: que cómo se le había ocurrido el diseño; si había visto esa imagen en alguna ilustración; que cuál era la antigüedad de la obra. Se pone como loco cuando se entera de que no está a la venta.
            El artesano, a su vez, lo interroga acerca de por qué se ha sorprendido tanto al verla, por qué desea tanto poseerla. Acosado, el antropólogo le habla de la semejanza con una deidad femenina con forma de abeja que adoraba un pueblo antiguo. Un pueblo que se dedicaba a la agricultura en la medialuna de los pueblos fértiles en Asia.
            El artesano, sumamente interesado, le cuenta que concibió la figura a partir de un sueño que fue para él una revelación y que transcurría en un templo cuya arquitectura coincidiría con la de Asiria o Babilonia y que la vestimenta de los fieles que la adoraban podría ubicarse en el mismo espacio y tiempo.
            Su interlocutor le afirma, no sin estupor, que él también había estudiado las características del ídolo y de su pueblo a raíz de un sueño. Lo que había leído no era muy optimista. El artesano debe tener cuidado con su creación y no exhibirla de manera tan ostensible. Las características de esa deidad son negativas y podría traer consecuencias funestas a su dueño.
            El artesano duda de la veracidad del antropólogo, si trae daño, ¿por qué la quiere comprar?

            Mientras conversan, una abeja ha comenzado a revolotear en torno a la cabeza del artesano quien la espanta con un movimiento del brazo, sin prestarle atención. La abeja zumba y molesta con el ruido hasta que éste se silencia por un momento. Después, vuelve a oírse el zumbido. Esta vez es el antropólogo el que debe espantarla. Regresa el silencio y notan a continuación que hay una abeja rondando en torno a cada uno de los dos.
            Posesionados con el tema de la discusión han atraído también el interés de los puesteros vecinos que, con pocas ventas a esa hora del día y con mucha curiosidad por la vehemencia de gestos y palabras de ambos, los rodean.
            En un momento, alguien grita: “Miren la estatua”, y la ven cubierta de abejas. Los zumbidos aumentan producidos por distintos ejemplares que se han enjambrado en torno a la figura como suelen hacerlo cuando cambian de panal.
            Uno de los puesteros, experto en cuestiones melíferas, toma una caja de cartón que puede ser bien cerrada por arriba y con su sombrero las acompaña con un movimiento envolvente intentando conducirlas al recipiente, pero ante la mirada atónita de los espectadores, las abejas se abalanzan sobre el grupo y comienzan a picar a diestro y siniestro con la consiguiente desbandada de puesteros y turistas que para ese entonces ya se han concentrado en mayor número para la visita sabatina.
            Se arma un pandemonium increíble ya que el número de abejas ha crecido de manera exponencial. Parece que todas las colmenas de la zona se hubieran dado cita en el mismo lugar.

            En medio de la caótica situación, un grupo de personas, aparentemente religioso, se acerca moviéndose con calma en medio del descalabro. El grupo debe ser uno más de los de las diferentes creencias que pululan por la zona. Con su sola presencia, comienzan a concentrar las abejas sobre sus cuerpos y, por raro que parezca, los insectos no sólo no los pican, sino que parecen acatar sus órdenes. Se forma así un enjambre espectacular a su alrededor, una pirámide de cinco metros de alto por tres de ancho que ocupa el centro de la calzada y los cubre por completo. Los disparadores de las cámaras fotográficas funcionan ininterrumpidamente y algunos aprovechan a despachar, desde sus modernos celulares, las imágenes a los noticieros y a youtube.
            De esa informe montaña palpitante se desprende con delicadeza uno de los integrantes de la secta quien, cubierto de abejas, se acerca al artesano, lo mira fijo sin parpadear, como en trance, y le dice: “Somos de la “Comunidad apiaria”. Le compro la figura, ¿Cuánto quiere por ella?”.
            El feriante no atina a contestar, anonadado por los acontecimientos que, la en apariencia inocente figurilla, ha generado. Luego de un momento logra balbucear:
            “Déme lo que le parezca. Llévesela, es cosa del diablo. Yo no la quiero”.
            El hombre saca del bolsillo, con cuidado de no lastimar ninguna abeja, un considerable fajo de billetes de cien y agrega:
            “Gracias a su trabajo hemos recuperado una deidad perdida en la noche de los tiempos. Pronto un templo con forma de colmena se agregará a los edificios religiosos de la zona”, y se dirige al grupo con el antropólogo pegado a sus talones.
            Doblemente agradecido, una, por el excelente pago y otra, por haberse liberado de la estatuilla, el artesano sonríe bobamente mientras todos en la feria y en el pueblo ven alejarse a paso de hombre la bullente montaña hacia Mallín Ahogado.*


* Nota del editor: Mallín Ahogado, un suburbio rural de El Bolsón, que registra la mayor concentración de templos de distintos credos por metro cuadrado de todo el país.
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miércoles, 12 de marzo de 2014

Mis últimos libros

El secreto de la cavernaEn la variedad está el cuentoMudanza en el siglo veintitrés

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Comparto con ustedes mis últimos libros, para chicos y grandes. Los invito a escribirme a
marthaperotto@gmail.com o lferrero@elbolson.com