Quería contarles que mi último libro se llama Vuelo de cóndor y es una novela que transcurre en Bariloche. Toma como base un hecho real, una suelta de cóndores que se hizo en Valle Encantado a mediados de los noventa. Cinco cóndores criados en cautiverio en el zoológico de Buenos Aires por los científicos de la Fundación Cóndor Andino fueron liberados allí.
Luego de una profunda investigación acompañada de conversaciones con la gente que participó del proyecto y seguida de un largo trabajo de armado literario que, desde su inicio, puede contabilizarse en diez años, el libro fue publicado en marzo de 2016.
Si bien parte de un hecho real, salvo los comentarios biológicos referidos al cóndor, a su crianza y suelta, el resto es ficción. También habla de la parte mítica y de la concepción que los pueblos andinos tenían de esta ave.
Con respecto a la parte ficcional y siendo amante de la novela policial, puedo contarles que hay una intriga que se trabaja a lo largo del libro y se despeja hacia el final.
Me encantó trabajar sobre este tema, el cóndor, tan americano y tan presente en nuestra Patagonia. En alguna otra entrega veré de agregar fotos de la tapa y de diversas presentaciones que hice en estos dos años de publicado.
Martha Perotto
martes, 18 de septiembre de 2018
sábado, 3 de mayo de 2014
Feria Internacional del Libro de Buenos Aires 2014
Mañana estaré presentando mi libro "En la variedad está el Cuento" en la Feria del Libro de Buenos Aires. Los invito a acompañarme mañana, domingo 4 de mayo a las 16hs, en el stand de Río Negro.
martes, 18 de marzo de 2014
El hombre del paraguas amarillo
Del libro: En la variedad está el cuento
El hombre tenía un enorme paraguas
de color claro, amarillo, con huellas de gato marcadas en la tela. Era como si
el gato que había dejado su impronta hubiera pisado petróleo antes de
incursionar por ella.
Sé que me reí porque me hizo
recordar al Inspector Clouzot en alguna película de la Pantera Rosa. Yo iba con
una amiga y él se dio vuelta al oír las risas. Comprendió enseguida cuál era el
motivo de nuestro regocijo y sonrió también, algo bobamente. Era gordo, y su
paraguas de tal dimensión, que alcanzaba a cubrirlo totalmente.
Esa semana llovió todos los días. El
hombre iba siempre con su paraguas y debía de salir de su trabajo unos segundos
antes que nosotras porque lo descubríamos más cerca o más lejos por el enorme paraguas
manchado. Siempre nos saludaba con la misma sonrisa tonta que casi parecía quedar
flotando como la del gato de “Alicia en
el País de las Maravillas”.
Resultó ser que trabajaba en el piso
inferior al de nuestras oficinas y salía a la misma hora. Siempre con paraguas.
Si llovía lo abría, si no, lo usaba de bastón.
El viernes nos invitó a tomar un
café y mi amiga aceptó de inmediato sin que yo tuviera tiempo de opinar. Nos
sentamos a la coqueta mesita de una confitería cercana cuando mi amiga debió dejarnos
porque su novio, al que no esperaba, la había venido a buscar. No había sido mi
intención quedarme a solas con el falso Inspector Clouzot, pero ¡qué le iba a
hacer! Me pagaría un café y me ayudaría a pasar un rato lejos de mi pieza
solitaria. Conversamos. Le pregunté si le gustaban los gatos y después me
arrepentí porque pensé que creería que me estaba burlando de él. Pero no, nada
de eso. Me contestó que los gatos no le atraían de una manera especial y ya en
el tema no pude evitar preguntarle por las marcas en su paraguas. “Son para
conquistar chicas bonitas como usted” y yo comencé a arrepentirme del café y de
las preguntas. Sin embargo el tipo tenía un aire bonachón que me permitió
terminar la taza y despedirme sin prisas pero sin demoras.
Mi pieza estaba fría y el viento
había tirado la ropa que yo tendiera por la mañana en el balcón y un gato con
las patas sucias había marcado mis sábanas y
algunas de mis ropas íntimas. Sólo pensé con disgusto en que tendría que
volver a lavarlas y luego, ya en la piletita de la cocina, cuando intentaba
limpiar por sectores las manchas negras de la sábana, recordé a Clouzot. Las
manchas eran similares a las de su paraguas.
Después, miré por la ventana y vi al
gato sentado junto a la puerta del balcón como esperando que le abriera. Era
color amarillo, grande, con inmensos ojos verdes. En el balcón había pisadas,
huellas del gato por todas partes. Por la mañana tendría que lavarlo, antes de
ir al trabajo; ahora, ni de loca le abriría al gato gordo la puerta. Bajé las
persianas y se oyó un maullido de pesar. Me dio algo de risa por el pelaje
desarreglado, desparramado, pero no aflojé. Supe que seguía en el balcón porque
lo oía ronronear y moverse junto a la cortina.
A la mañana seguía allí, hecho un
ovillo, sobre la tierra de mi macetero. No podía volver a colgar la ropa afuera
con ese animal rondando. Bajo su atenta mirada limpié el piso del balcón con
balde, trapo y cepillo. Eso sí, tomando previamente la precaución de cerrar la
puerta. El gato me miraba. ¡Que mirara! No pensaba darle de comer y sentí cómo
crecía mi enojo.
El balcón – y mi pieza, por supuesto
– están en un quinto piso. El gato parecía ponerse en sintonía con mi enojo y
se encrespaba ante cada movimiento enérgico del cepillo cuando éste se le acercaba.
Hasta curvaba el lomo, sacaba las uñas afiladas y mostraba los dientes. Me
apuré, sólo faltaba el repaso final y el balcón quedaría impecable. Me di
vuelta para enjuagar el trapo en el agua del balde cuando sentí que me saltaba
a la espalda y me clavaba las uñas filosas en los hombros. Luché por
desprenderme de él, más asustada que enojada, y estuve a punto de perder el
equilibrio. El gato seguía adherido como si en el aferrarse le fuera la vida. Y
le fue, porque logré sacar sus garras de mis hombros con ambas manos y me
sacudí con fuerza, como un perro mojado. El animal voló por encima de la
baranda estrellándose contra el suelo a cinco pisos de distancia.
Vi como la portera del edificio se
le acercaba y luego regresaba con una pala y una escoba; lo barría – lo que
quedaba de él – y lo arrojaba en el recipiente de residuos que aguardaba al
basurero.
Observé los daños en mi persona:
tres líneas de sangre desde cada hombro hasta el omóplato correspondiente y un
susto mayúsculo que traté de calmar con una enorme taza de café. No quiero
volver a ver gatos ni huellas de gatos en mi vida.
Al salir esa tarde de la oficina,
llovía. Busqué el enorme paraguas amarillo y no lo vi. No volví a verlo nunca
más. Ahora no me da risa recordar a Clouzot.
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Abejas
Del libro: En la variedad está el cuento
Se había despertado con un molesto zumbido en los oídos y recordando un extraño sueño: Se encontraba en el interior de un templo tan grande que la luz de las antorchas no alcanzaba a iluminar en todo su ancho, alto y profundidad. Parecía una construcción sumeria o babilonia, tenía grandes columnas con capiteles tallados. En la inmensa nave central, cientos de fieles, con antiguas vestiduras, reverenciaban un tótem con cuerpo de abeja, con cuatro alas extendidas a los costados y cabeza de mujer con rostro triangular y antenas.
Impelido por una fuerza sobrenatural, olvida las rutinas diarias, toma las herramientas de orfebrería y comienza a diseñar con delicadeza y precisión una figura tal como la que había soñado. Busca y encuentra entre los materiales arrumbados una barra de metal precioso que desde hacía tiempo aguardaba ser trabajada y que le permitirá construir una escultura de unos veinte centímetros de altura.
Se había despertado con un molesto zumbido en los oídos y recordando un extraño sueño: Se encontraba en el interior de un templo tan grande que la luz de las antorchas no alcanzaba a iluminar en todo su ancho, alto y profundidad. Parecía una construcción sumeria o babilonia, tenía grandes columnas con capiteles tallados. En la inmensa nave central, cientos de fieles, con antiguas vestiduras, reverenciaban un tótem con cuerpo de abeja, con cuatro alas extendidas a los costados y cabeza de mujer con rostro triangular y antenas.
Impelido por una fuerza sobrenatural, olvida las rutinas diarias, toma las herramientas de orfebrería y comienza a diseñar con delicadeza y precisión una figura tal como la que había soñado. Busca y encuentra entre los materiales arrumbados una barra de metal precioso que desde hacía tiempo aguardaba ser trabajada y que le permitirá construir una escultura de unos veinte centímetros de altura.
Está
asombrado de su seguridad, no vacila ni una vez en las decisiones que debe tomar
con respecto a las proporciones, los cortes y el esculpido del rostro. Sin
haberse detenido ni por un momento, al final del día acaba el trabajo.
Nunca
ha visto nada igual, le nota una gran belleza incrementada por la originalidad
del diseño.
A
la mañana siguiente la lleva a su puesto en la Feria de Artesanos para lucirla;
no tiene intención de venderla.
Un
antropólogo que recorre los puestos se detiene admirado y comienza a dispararle
una andanada de preguntas: que cómo se le había ocurrido el diseño; si había
visto esa imagen en alguna ilustración; que cuál era la antigüedad de la obra.
Se pone como loco cuando se entera de que no está a la venta.
El
artesano, a su vez, lo interroga acerca de por qué se ha sorprendido tanto al
verla, por qué desea tanto poseerla. Acosado, el antropólogo le habla de la
semejanza con una deidad femenina con forma de abeja que adoraba un pueblo
antiguo. Un pueblo que se dedicaba a la agricultura en la medialuna de los
pueblos fértiles en Asia.
El
artesano, sumamente interesado, le cuenta que concibió la figura a partir de un
sueño que fue para él una revelación y que transcurría en un templo cuya
arquitectura coincidiría con la de Asiria o Babilonia y que la vestimenta de
los fieles que la adoraban podría ubicarse en el mismo espacio y tiempo.
Su
interlocutor le afirma, no sin estupor, que él también había estudiado las
características del ídolo y de su pueblo a raíz de un sueño. Lo que había leído
no era muy optimista. El artesano debe tener cuidado con su creación y no
exhibirla de manera tan ostensible. Las características de esa deidad son
negativas y podría traer consecuencias funestas a su dueño.
El
artesano duda de la veracidad del antropólogo, si trae daño, ¿por qué la quiere
comprar?
Mientras
conversan, una abeja ha comenzado a revolotear en torno a la cabeza del
artesano quien la espanta con un movimiento del brazo, sin prestarle atención.
La abeja zumba y molesta con el ruido hasta que éste se silencia por un
momento. Después, vuelve a oírse el zumbido. Esta vez es el antropólogo el que
debe espantarla. Regresa el silencio y notan a continuación que hay una abeja rondando
en torno a cada uno de los dos.
Posesionados
con el tema de la discusión han atraído también el interés de los puesteros
vecinos que, con pocas ventas a esa hora del día y con mucha curiosidad por la
vehemencia de gestos y palabras de ambos, los rodean.
En
un momento, alguien grita: “Miren la estatua”, y la ven cubierta de abejas. Los
zumbidos aumentan producidos por distintos ejemplares que se han enjambrado en
torno a la figura como suelen hacerlo cuando cambian de panal.
Uno
de los puesteros, experto en cuestiones melíferas, toma una caja de cartón que
puede ser bien cerrada por arriba y con su sombrero las acompaña con un
movimiento envolvente intentando conducirlas al recipiente, pero ante la mirada
atónita de los espectadores, las abejas se abalanzan sobre el grupo y comienzan
a picar a diestro y siniestro con la consiguiente desbandada de puesteros y
turistas que para ese entonces ya se han concentrado en mayor número para la
visita sabatina.
Se
arma un pandemonium increíble ya que el número de abejas ha crecido de manera
exponencial. Parece que todas las colmenas de la zona se hubieran dado cita en
el mismo lugar.
En
medio de la caótica situación, un grupo de personas, aparentemente religioso,
se acerca moviéndose con calma en medio del descalabro. El grupo debe ser uno
más de los de las diferentes creencias que pululan por la zona. Con su sola
presencia, comienzan a concentrar las abejas sobre sus cuerpos y, por raro que
parezca, los insectos no sólo no los pican, sino que parecen acatar sus
órdenes. Se forma así un enjambre espectacular a su alrededor, una pirámide de
cinco metros de alto por tres de ancho que ocupa el centro de la calzada y los
cubre por completo. Los disparadores de las cámaras fotográficas funcionan
ininterrumpidamente y algunos aprovechan a despachar, desde sus modernos
celulares, las imágenes a los noticieros y a youtube.
De
esa informe montaña palpitante se desprende con delicadeza uno de los
integrantes de la secta quien, cubierto de abejas, se acerca al artesano, lo
mira fijo sin parpadear, como en trance, y le dice: “Somos de la “Comunidad
apiaria”. Le compro la figura, ¿Cuánto quiere por ella?”.
El
feriante no atina a contestar, anonadado por los acontecimientos que, la en
apariencia inocente figurilla, ha generado. Luego de un momento logra
balbucear:
“Déme
lo que le parezca. Llévesela, es cosa del diablo. Yo no la quiero”.
El
hombre saca del bolsillo, con cuidado de no lastimar ninguna abeja, un
considerable fajo de billetes de cien y agrega:
“Gracias
a su trabajo hemos recuperado una deidad perdida en la noche de los tiempos.
Pronto un templo con forma de colmena se agregará a los edificios religiosos de
la zona”, y se dirige al grupo con el antropólogo pegado a sus talones.
Doblemente
agradecido, una, por el excelente pago y otra, por haberse liberado de la
estatuilla, el artesano sonríe bobamente mientras todos en la feria y en el
pueblo ven alejarse a paso de hombre la bullente montaña hacia Mallín Ahogado.*
* Nota del editor: Mallín Ahogado, un
suburbio rural de El Bolsón, que registra la mayor concentración de templos de
distintos credos por metro cuadrado de todo el país.
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miércoles, 12 de marzo de 2014
Mis últimos libros
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Comparto con ustedes mis últimos libros, para chicos y grandes. Los invito a escribirme a marthaperotto@gmail.com o lferrero@elbolson.com
Comparto con ustedes mis últimos libros, para chicos y grandes. Los invito a escribirme a marthaperotto@gmail.com o lferrero@elbolson.com
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