miércoles, 27 de mayo de 2009

De un Castillo en la Patagonia

Comparto con los amigos el primer capítulo del libro "De un Castillo en la Patagonia"
CAPÍTULO I

Voy a contarle, poco a poco, la historia de la familia. Construir el castillo fue idea de mi madre. Teníamos una chacra muy hermosa en el faldeo del cerro, una casa sencilla, un buen pasar y mucho trabajo; sobre todo yo, el mayor de los hijos.
Podría resumir los días de infancia con la simple acotación de “felices”. Mi madre, Arianne, era una mujer muy especial. Bellísima de joven, se conservaba hermosa en la edad madura. Provenía de una acaudalada y aristocrática familia francesa. Se enamoró de mi padre, un primo lejano — loco aventurero por el que abandonó la tradición —, siendo considerada por los suyos como la oveja negra en poder de un lobo.
Mi padre, cansado de los desplantes familiares y tironeado cada vez más por el ansia de aventuras, la trajo a América, y del puerto al tren, y del tren al carro y del carro aquí. Del ombligo del mundo pasó a este lugar alejado, casi desconocido entonces y muy primitivo: la zona cordillerana de la Patagonia argentina. Era alrededor de 1930. Mi padre tenía una mentalidad abierta, era pintor, un poco poeta, y muy loco.
Ella comenzó a percibir las dimensiones del nuevo país cuando atravesaba las planicies inmensas de la pampa húmeda y así pudo hacerse cargo del espacio que la iba separando paso a paso de su tierra natal.
Un mar de agua se había interpuesto primero y luego, una inmensidad similar, pero de tierra. Ella sabía que al final del camino habría montañas, pero una cosa era mencionar en números el tamaño de la separación, o en cuantificaciones como “mucho”, “muy”, o superlativos: “muchísima tierra”, “espacios inconmensurables”; y otra era sentir el alejamiento progresivo en carne propia. No lo sufrió, era joven y estaba enamorada; lo tomó como una nueva experiencia, como una aventura, ya que tenía mucho de ambas cosas.
Una luna inmensa acompañó las dos noches en el tren y casi no durmió sintiendo la estepa como una presencia viva que la anonadó con su belleza, con las formas de meseta y los valles áridos y enormes. La llamaba “el gran silencio” y después nos repetía que el desierto alguna vez iba a pronunciar su palabra y que el mundo debería detenerse para escucharla porque estaría cargada de la sabiduría de siglos de reflexión profunda.
La entusiasmaron luego los grandes lagos y los bosques. Sus escasas pertenencias se cargaron en una chata con cuatro caballos y emprendieron la marcha por una senda cortada a pico en la montaña y atravesada ya por algunos vehículos a motor. Ella desaparecía por un rato en cada parada y regresaba cargada de flores, de hojas, de llao-llaos. Mi padre, entre tanto, armaba el fuego y acarreaba el agua para la comida. Ella la preparaba cantando mientras los hombres se ocupaban de los caballos, de los arreos, de reacomodar los bultos que se hubieran bandeado, de ajustar alguna tabla, de engrasar los ejes.
Comían en silencio; Arianne se llenaba los pulmones con ese aire que — según ella —, era “rico” y venía cargado de olores desconocidos.
Se empeñó en que la gente que le había tocado como vecina en el viaje, y ahora el carrero, le hablaran en la lengua nueva. Su locuacidad contrastaba con el callado temperamento del hombre, incapaz de entenderla, y que terminó pensando que a la pobre mujer algo no le funcionaba bien en el cerebro.
La llegada fue inolvidable. En ese tiempo se recibía con alegría a los vecinos nuevos. Pudieron elegir un espacio grande en el faldeo de la montaña y comenzaron a construir su vivienda ayudados por los viejos pobladores.
Al principio, casi no se dio cuenta de la profundidad del cambio, el amor absorbente le llenaba la vida y el paisaje era similar al de su valle natal. Pasó luego un buen tiempo de oscuridad. La vida se volvió más ruda, las tareas a las que no estaba acostumbrada le fueron poco a poco minando la alegría. Extrañó.
Este lugar no tenía mucho en común con otros pueblos del interior. Había en él gente de todas partes del mundo y hasta la mayoría de los argentinos que se habían afincado provenían de otros puntos del país. Eran muy pocos los que podían decir que sus padres habían nacido aquí. Población aluvional traída por el ferrocarril o la aventura.
Cuando venció lo que los portugueses llaman “saudade” y los gallegos “morriña”, comprendió que esas diferencias culturales eran algo interesante de explorar. Le apasionaron sobre todo los idiomas cuyos ecos se percibían en el tortuoso castellano de la zona. Así, lo que primero consideró chatura se transformó luego en una veta inagotable.
Y fue por ese lado, el de las culturas que empezó a aquerenciarse. Anduvo a caballo con bombachas batarazas y tomó mate con tortas fritas. Aprendió a hacer empanadas y cuando llegamos nosotros, los hijos, volvió a sentir plena la vida. Eramos tres, dos varones y una niña.
Y como para todo el que cambia de geografía, el aquerenciarse resultó una especie de simbiosis entre lo viejo y lo nuevo, con caracteres de una y otra vida. Nosotros, sin darnos cuenta, éramos la muestra más palpable de esa extraña mezcla.
Nos crió contándonos historias medievales, con caballeros de armadura y caballos revestidos de telas y penachos. Nos leía la “Chanson de Roland”.
Hablaba de los árabes invadiendo España y nos hacía entrever sus secretos de magia, alquimia y matemática. Si no, eran los bárbaros los que asolaban Europa o el imperio romano que se desmoronaba.
Nos hacía recorrer en los mapas la senda de los peregrinos a Santiago de Compostela para visitar la tumba del apóstol, el derrotero de los cruzados y la ubicación de los castillos más importantes, en especial el de su familia, ahí era cuando le volvía a surgir el orgullo familiar por una temporada.
En general, cuando entraba en el período aristocrático, adoptaba poses de duquesa ofendida y tenía la nariz en alto. Sus historias tomaban otro rumbo. Entonces, dibujaba los árboles genealógicos de las familias reinantes y destronadas. Luego — y no sé cómo hacía para no perderse entre las ramas —, encontraba la exacta ubicación del tataratatarabuelo que había obtenido un ducado por prestar servicios extraordinarios al rey. Después nos hablaba del castillo, de aquél en el que transcurriera su infancia.
Esta etapa la conducía a un mutismo de varios días en los que ni nuestra más disparatada relación histórica la hacía reaccionar.
Entonces comprendía que no era bueno dejarse dominar por los recuerdos y que estaba en una tierra nueva. Por eso seguía, indefectible y cíclicamente, el período argentino. Debíamos aprender listas de nombres de presidentes, capitales de provincias, héroes de independencia... pero se le colaban las leyendas indígenas, las historias de los viejos pobladores y como siempre, le ponía vida a la Historia.
Estos temas, casi sin quererlo, la conducían a España y de allí a la Edad Media sólo había un paso que era dado rápidamente para reinstalarse por un largo período en el tema favorito.
Por suerte, sus ciclos temperamentales nos hacían recorrer diferentes sectores de la historia, si no hubiésemos pensado que el mundo estaba aún en la oscuridad de la Edad Media. Porque se supone que ha salido ¿no?
Verá. Cada noche nos hacía vivir una historia diferente. Creo que pensaba en ella durante todo el día, como el actor que tiene una función muy especial. Entonces rejuvenecía, le brillaban los ojos.
Había desde dragones que jugaban a quemar caballeros hasta hadas o brujas de extraña belleza.
En ocasiones mi padre se sumaba al delirio y nos ofrecía pinturas vívidas de los hechos que ella narraba. Manchaba rápidamente las telas y siempre el castillo en el que viviera mi madre aparecía al fondo o en el centro, de cerca o de lejos. Él sabía que eso la emocionaba. Los dibujos nunca eran iguales.
Una de sus historias favoritas era la del tío André.
El tío tenía apenas 16 años, esto era en 1859, cuando descubrió un nuevo subsuelo en el sótano del castillo. Debía de estar en un tercer nivel de profundidad.
Lo mantuvo en secreto durante mucho tiempo. Cuando los mayores tomaron conciencia del asunto ya André había manoseado y cambiado de lugar las reliquias que hubieran permitido trabajar a conciencia a los estudiosos.
Se rumoreaba que el tío André había encontrado y escondido un tesoro, por eso no había revelado rápidamente su descubrimiento.
Cuando mi madre fue creciendo perdió el miedo y se aventuraba sola por cualquier rincón de la fortaleza intentado reeditar la hazaña de André, pero no tuvo esa suerte. Sólo consiguió ser experta en recorrerla. Conoció muchos de los corredores secretos que ocultaban las gruesas paredes y cuyos planos los mayores guardaban celosamente de los niños aunque éstos eran los que más los habían caminado a sus espaldas.
“Los menores no precisábamos planos — nos contaba — teníamos un conocimiento instintivo del terreno. Ese cuarto descubierto por André no era sólo mi obsesión sino la de toda la familia, los mayores pensando en que encontrarían el tesoro enterrado y los niños con temor y reverencia porque nos asustaban diciendo que el fantasma de André aún circulaba por las mazmorras protegiendo sus posesiones. A mí me ocurrió una cosa misteriosa en esa habitación apenas iluminada por la luz de unas velas. No sólo vi, sino que hablé con el fantasma de André quien me contó historias interesantes del pasado. Lo sentía como un verdadero amigo y compañero de aventuras. Hoy creo que pudo haber sido un sueño, yo de niña era muy imaginativa”.
Cuando Arianne se refería a la imaginación que tenía de niña intercambiábamos cómplices miradas con mi padre y reíamos por dentro. Se habría ofendido mucho de nuestras carcajadas en un momento tan solemne como el de la aparición del fantasma familiar. Después comentábamos que de niña no debía de haber tenido ni la cuarta parte de la imaginación que tenía ahora.
“El fantasma de André — seguía mi madre — me contaba de sus juegos en esa habitación antes de que los demás se enteraran de su secreto. En el cuarto, viejas armaduras oxidadas estaban apoyadas contra las paredes; escudos y espadas colgaban de enormes clavos de hierro. El había limpiado la que más le gustó, la había engrasado hasta dejarla en condiciones y se la ponía cada vez que bajaba allí. Le encantaba usarla y simular peleas, sólo que era tan pesada que le resultaba casi imposible moverse. También me transmitía mensajes en clave o dibujos extraños que yo interpretaba como planos del castillo y pasaba mi tiempo recorriéndolo. Hacía caminatas en círculo por las habitaciones con el papel en la mano. Mis parientes me miraban con aire compasivo y movían la cabeza en uno y otro sentido mientras lanzaban un suspiro de resignación.
André me contó que un día se le habían trabado los hierros y quedó encerrado dentro de la armadura. En sus esfuerzos por salir se precipitó sobre la puerta que se cerró con estruendo haciendo caer los gruesos pasadores. Pudo haber perdido la vida.
Quiso la casualidad que su padre anduviera de recorrida cazando roedores, diversión muy gratificante para los varones de la familia, y acertó a pasar cerca del lugar escuchando los golpes que André daba contra los escudos cuando se cansó de gritar. Por suerte los chapones de hierro combado y el vacío de los corredores abovedados produjeron un verdadero pandemonium de ecos y reverberaciones que asustaron a los parientes quienes creyeron que se habían soltado los demonios fantasmales acumulados en los siglos de historia del castillo”.
Así se salvó André pagando el alto precio de ver descubierto su secreto.
El tío André había muerto cuando mi madre tenía un año, en 1909. Toda la verosimilitud de la historia se apoyaba en el hecho de que mi padre, que en ese entonces tenía cinco años, lo había conocido y lo recordaba. Además había escuchado la misma narración, salvo la de las apariciones, de otros labios que no eran los de mi madre.

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