miércoles, 27 de mayo de 2009

De fortines y Entreveros

Del libro “En viaje y otros cuentos”de Martha Perotto (El Bolsón)


La vieja fotografía, en realidad un daguerrotipo, le permitió a Blas Hernández revivir aquella escena. Se vio con la espada en la mano y un terror atávico a la muerte posible en el rostro. Percibió hasta el roce del viento en la cara y el polvo del desierto volvió a entrarle por los ojos haciéndolo lagrimear, cosa común en ese espacio infinito donde se lagrimeaba por el polvo o por la soledad. A través del cerco perimetral del fuerte, de palo a pique, volvió a ver las matas agitadas por la brisa y el calor que sobrevolaba los objetos con una vibración ondulante. Se percibió rodeado de gente en cuyos rostros estaba presente la seriedad que produce el contacto con los hechos dolorosos: en el duelo se ponían en riesgo dos vidas.
¿Qué los había llevado a esa insensatez?
Acercó la lupa que ahora usaba para leer la letra pequeña a la imagen algo desdibujada y distinguió, al fondo, oculta, temerosa, tapada hasta la cabeza con una manta, la figura de la mujer. Hubiera deseado más conservar la imagen de ese rostro y esa figura que aquella del duelo. Mercedes…
Por ella un salvaje había encabezado el malón que la apartaría de su casa y de los suyos. Por ella se encontraban frente a frente los dos oficiales jóvenes del fortín. Al verla, nadie consideró locura sus acciones. Acostumbrados a jugarse la vida cada día no les importaba exponerla para defender cuestiones de honor o posesión.

La escena del anciano oficial evocando sus recuerdos por medio de una lupa y una vieja fotografía, daba inicio a la filmación. Me había acercado a las oficinas de la compañía de cine porque estaban por filmar una producción de época: desierto, fortines y malones. Sabía que iban a necesitar mis oficios, quedábamos pocos que conociéramos el arte de la esgrima. Andaban dos o tres profesores rondando con las mismas intenciones, pero mis antecedentes eran impecables y mucha mi experiencia, además, poseía varios campeonatos ganados en mi haber.
Las tratativas con el productor fueron también esgrima, claro que verbal - sword y word se parecen mucho -. Él lanzó dos o tres estocadas para que bajara mis pretensiones que fueron contrarrestadas con hábiles fintas de mi parte, finalmente arribamos a un acuerdo conveniente para ambos.
El trabajo comenzaría unas semanas antes de la filmación y con mis ayudantes deberíamos encargarnos del entrenamiento de varios de los actores. Para los dos principales resultaba imprescindible el aprendizaje porque en el centro de la trama un duelo con sables definía la situación. Para los demás, estaba la escena de la lucha con los indígenas.

Pequeña y frágil, la vieron llegar con el destacamento encargado de rescatarla a ella y a otros cautivos, casi todos niños y mujeres. Formaba con los demás un grupo apagado y silencioso, lleno de temor.
Supieron enseguida que era la hija de un amigo del comandante, oficial también, y que debían tratarla con el respeto que merece una dama. Se alojó en lo que había sido hasta el momento la habitación de Blas, un pobre cuarto con un catre y el lujo de una mesa y una silla. Él tuvo que mudarse con el otro oficial, Tomás Ezcurra.
La mujer de uno de los cabos le cedió un vestido que ya no le quedaba y entró al comedor con humildad. El vestido, ajado y de gusto vulgar, lucía en ella como el de una reina. Se atropellaron con Tomás para acercarle la silla. Observaba las cosas como si fueran nuevas, nunca vistas, y ellos la miraban de la misma manera. Habló poco, pero respondió todas las preguntas del comandante. Había en esos ojos una tristeza profunda, de resignación a la fatalidad que había marcado su destino, de dolor sagrado como el de las heroínas trágicas.

El entrenamiento que creímos podía hacerse con rapidez, se demoró por la torpeza de los actores. Sólo uno de ellos que había sido bailarín lograba moverse con gracia y elegancia. El director desesperaba de poder hacer de la escena del duelo el centro de la película como marcaba el guión.
Finalmente, decidimos reemplazar los sables reglamentarios por floretes más livianos que podrían haber llegado al fortín en las maletas del comandante. El cambio favoreció bastante los movimientos casi de ballet de los duelistas. Dado ese pequeño éxito, se hicieron también las modificaciones pertinentes en el texto.
Armamos la secuencia de la pelea movimiento por movimiento, y se estudió como una coreografía. Hasta dibujamos los pasos en el suelo para que no hubiera equivocaciones. Los artistas se empeñaron y lograron progresos notables; como todo en la vida, el aprendizaje fue la respuesta a sus motivaciones. Querían triunfar.

¿Y qué motivaciones tuvo el duelo?
Con el correr de los días Mercedes, la cautiva, fue habituándose a su nueva situación; se sintió relativamente a salvo y ejercitó las rutinas de una vida sencilla que para ella era lujosa después de las penalidades sufridas. Había pasado en los toldos cerca de dos años y en el porte y en el gesto se notaba que agradecía hasta el aire que respiraba.
Tomás, que había estado al mando de la expedición que la rescatara, se sentía un poco dueño y acaparaba permanentemente su atención.
El comandante captaba un poco preocupado el creciente interés de sus oficiales en esta mujer. Comprendía que se les hacía difícil ignorarla después de tantos meses de alejamiento de la sociedad.
Comenzó a organizar el reencuentro de Mercedes con su familia. Pero no era fácil, los indios bomberos del cacique se dejaban ver de tanto en tanto para hacerles saber que éste no la había olvidado, que esperaría atento, el menor descuido de los militares para devolverla a sus toldos.

No obstante los progresos de los actores, el director quería sentirse seguro y nos contrató como dobles para continuar el trabajo y mejorar las escenas que le preocupaban. Así, viajamos a una localidad de la provincia de Río Negro donde se había levantado la réplica del fortín que indicaba el guión.
Desde nuestra llegada se apoderó de mí un sentimiento de pequeñez que se fue transformando en angustia ante el pasar de los días en estas soledades. Creo que a todos nos ocurría lo mismo. Tratábamos de acortar las primeras horas nocturnas con música y juego. Percibíamos una involución interior, un retroceso en la historia, exacerbado por el tema de la película y yo no lograba desprenderme de él ni ante la parafernalia de elementos técnicos que acompañaban el rodaje y que nos situaban perfectamente en la actualidad.
Era algo primario, la tierra y nosotros, la inmensidad y nosotros, reconstruyendo una historia que bien podría haber sido verdadera.

Las fortineras se movían en su elemento, lavaban la ropa y eran compañeras de baile y de lecho del soldado; también domaban caballos y arreaban el ganado con habilidad, a veces con uno o dos críos sobre la montura. Mercedes era un elemento que no encajaba en el fortín. Si bien las mujeres no hacían distingos ni morales ni de trato con las que habían sido cautivas, los privilegios que le había otorgado el comandante desde su llegada no la habían beneficiado en este sentido. La sabían diferente, puesto que no había ninguna entre ellas que pudiera considerarse una dama. La mujer del cabo era la única con la que conversaba y fue a ella a quien Mercedes solicitó en préstamo unas ropas más cómodas.
Y entonces se la vio con unas faldas grises, de algodón; una camisa marrón descolorida por los muchos lavados y un pañuelo en la cabeza del mismo color, que ataba por detrás. Así circulaba por el patio y se mimetizaba con las paredes de adobe en alguna actitud aindiada que comenzó a llamar la atención.

«Toque, cruce, toque, retroceso. Comencemos de nuevo. ¡En guardia! Presenten armas. Tomás ataca. Blas detiene y contraataca». Continuábamos el trabajo puesto que se acercaba el momento de filmación de la elaborada escena.

- ¡Se escapó! ¡Cuidado!
El hermoso alazán de largas crines, domado a medias, se había escapado del corral y corría desbocado por el centro del patio produciendo un revuelo de mujeres y niños que se ponían a resguardo.
Mercedes tomó la parte de atrás de su falda y la pasó por entre las piernas sujetándola adelante, en la cintura. Las pantorrillas tostadas por el sol quedaron al aire con esa especie de improvisado chiripá. Se dirigió resueltamente hacia el animal con el pañuelo que arrancó de su cabeza entre las manos. Le salió al cruce y todos temieron que el potro se alzara de manos y la lastimara, pero ella le habló y le puso el pañuelo sobre los belfos, con la otra mano tomó la rienda que era arrastrada por el suelo en la carrera y le siguió hablando. Fue como magia, el animal sofrenó la marcha y se dejó sobar por las manos y la voz de la mujer. Sin apresuramientos, ella se tomó de las crines y de un salto se encontró sobre el lomo del potro arisco y ante el asombro de todos lo hizo encaminarse hacia el corral.
Su calzado se había desprendido y el negro cabello flotaba al viento. Mujer y animal formaban una estampa inolvidable. Llegados al corral, Mercedes se apeó en medio del barro y siguió por un rato con el sutil trabajo de amansado. Cuando al fin se alejó hacia las casa, con las piernas cubiertas de lodo, los habitantes del fortín comprendieron que se había identificado con sus captores hasta un punto increíble. Temblaron porque sabían que el cacique no podría olvidarla y que, seguro, la buscaría.

Para matizar la soledad me hice amigo de perros y caballos. Jamás había estado cerca de tanto animal. Me permitían cabalgar por los alrededores del set, cosa buena para ejercitar los animales.
Partía muy temprano seguido de cuatro o cinco canes; muchos de ellos eran cuzcos viejos, flacos y esqueléticos que daban veracidad a las escenas.

Lo explicó con sencillez: creyó que nunca regresaría y decidió que debía tomar las cosas como se le presentaban; eso lo logró después de muchos días de dolor profundo. Supo que se adaptaba o moría, y eligió.
Ella estaba perdida para la sociedad pacata, el comandante lo comprendió y se solidarizó con su dolor. ¿Dónde encontraría un lugar?
Pero así como la compasión del comandante había sido movida por esas confesiones, la visión de la faceta india de Mercedes llevó a Tomás a un peligroso pensamiento: «Vivió dos años con un indio; fue su mujer en todo el sentido de la palabra». Y la buscó para sí de esa misma manera salvaje. No podría pedirla nunca en matrimonio, si lo hiciera, su familia se horrorizaría.

Al ascender día tras día las bardas se me iba metiendo el paisaje en el alma y comencé a disfrutar de la soledad. Pensaba que había sufrido una especie de frenazo violento al pasar del bullicio y movimiento ciudadanos a la tranquilidad pueblerina, al aislamiento y la economía de ese paisaje que sólo se prodigaba en inmensidades siendo parco en vegetación y habitantes.

El asedio de Tomás comenzó a fastidiarla y Blas percibió desde su corazón enamorado el desasosiego que producía en Mercedes la actitud de su amigo. Se lo dijo a Tomás, conversaron largamente una noche, pero sólo consiguió irritarlo hasta un punto de no regreso. Se terminó la amistad que los uniera como si el viento del desierto la hubiera arrancado de cuajo.

Al director comenzaron a preocuparle mis constantes vagabundeos y me encaró para decírmelo «Jamás está cuando se lo necesita. ¿Qué anda haciendo por ahí?, en esos lugares no hay nada; todavía va a terminar perdido».
- Es cosa mía.
- Se le paga por su asistencia técnica y por su participación en las escenas de lucha. ¿Qué le pasa?
- Nada. Nada… ¿Para qué me necesitaba?

Después… en un momento propicio, Tomás pasó a la acción y buscó poseerla por la fuerza. Ella se defendió ferozmente.
Blas la vio entrar a su cuarto con la ropa desgarrada y dos o tres golpes en la cara. Se le acercó y la sostuvo entre los brazos. Mercedes no lloraba, tenía seca la fuente de las lágrimas.
Detrás de ella entró Tomás, enardecido, y se topó con Blas que la defendió con hombría. La pelea pudo darse allí mismo si no hubiera sido interrumpida por la llegada del comandante, quien al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, les ordenó a ambos presentarse en su despacho.

Esa mañana, mientras recorría, encontré un flechero en una barda. Percibí con más claridad que lo que filmábamos era una historia posible. Noté que me dividía en dos seres: uno, el que había sido hasta ese momento, un hombre de ciudad que tenía afinidad con las espadas y al que esa relación había llevado a ocuparse del pasado, sobre todo de un pasado aristocrático – sólo los caballeros usan espadas -; otro, un ser nuevo que se sentía libre corriendo a caballo por la estepa seguido de los perros, con la barba y la ropa de tres o cuatro días para adaptarse al papel del soldado.

Bien ataviados, ambos oficiales se presentaron frente al comandante. Éste se demoró con unos papeles antes de atenderlos. Al ser interrogados respondieron que querían dirimir sus diferencias en un duelo, que no había otra solución posible. Fueron autorizados. Se realizaría al amanecer del día siguiente. Armas: el sable reglamentario; padrinos: los dos cabos.

Como si fuera real, el duelo se desarrollaba ante a mis ojos. Los pasos ya no eran una coreografía; los ataques y defensas se habían automatizado y el director estaba exultante. Tanto, que planificamos de la misma manera minuciosa las escenas más importantes del combate con los indios.

La gente del fuerte rodeaba a los contrincantes; los padrinos discutían los últimos detalles en voz baja. Los duelistas vestían el pantalón del uniforme y se habían quitado las chaquetas para pelear con más libertad. Los músculos se percibían en cada movimiento y por las camisas entreabiertas, el pecho quedaba al descubierto. Jóvenes, fuertes y apuestos. Uno iba a morir.

Esa noche, mientras el director repasaba las escenas filmadas durante una jornada agotadora, decidí dormir al raso lejos de los escenarios. El cielo, todavía incontaminado, me regaló millones de estrellas.

El interés en el duelo no permitió percibir un silencio inquietante luego de un movimiento inusitado de pájaros, zorros y otras pequeñas criaturas en los alrededores del fuerte.
La primera estocada fue lanzada por Tomás y detenida por Blas quien contraatacó con velocidad.
Varios pasos al frente y ataque, retroceso y contraataque, un ballet de muerte se desarrollaba ante los ojos azorados del pequeño mundo del fortín.
La mujer se había cubierto de la cabeza a los pies con una manta y deseó no haber llegado nunca a ese puesto perdido.
Ocurrió algo fuera de lo normal, se tomó una imagen del encuentro, ilustraría un artículo periodístico en preparación.

Respiré hondo el aire fresco y calenté un café en la fogata. El caballo pastaba cerca y los perros me rodeaban. Aunque no quería, debía ponerme en movimiento; el director ya me estaría buscando.

Un ataque más violento por parte de Tomás hizo brotar la primera sangre en el brazo de su contrincante y la blanca camisa floreció en un botón rojo. Saltó Blas enardecido e hizo volar el sable de Tomás. Quedaba en sus manos la vida del otro.
Un silencio mayor se prolongó en segundos de indecisión que se hacían eternos. En ese silencio, el aullido venido de afuera resonó más fuerte y los motivos del enfrentamiento y sus peripecias se disolvieron en la razón más importante de defender el fuerte.
Cada uno corrió a su puesto. Por suerte no dormían, aunque los indios se habían acercado demasiado sin ser percibidos por los guardias del mangrullo, atentos sólo a las circunstancias del duelo.

Llegué al escenario de la película a todo galope. Este día sería también de locura, se filmaría el ataque y yo debía supervisar la batalla cuya secuencia había armado con el director y los ayudantes y, además, tenía que doblar al primer actor en las escenas más riesgosas.

Aguantaron varias arremetidas del indígena. Supieron que el malón era dirigido por el cacique que buscaba a Mercedes y que había traído sus mejores hombres. Se sintieron superados en número, en poco tiempo caería el fortín.
Cerca de la media tarde, Mercedes dejó los heridos y se encaminó al corral. Montó el potro al que había amansado y dirigiéndose al fondo del patio tomó carrera saltando limpiamente el cerco y el foso.
La vieron galopar con el cabello al viento rumbo a las posiciones del infiel. El fortín, ella lo sabía bien, había sido sólo un «impasse», un respiro, un toque de civilización que sintió como una despedida antes de volver a perderse en la inmensidad polvorienta y árida para nunca regresar. Fue bueno sentirse amada; igual debía irse, llevaba un hijo indio en las entrañas.

Después del éxito en las taquillas me llovieron los llamados para preparar escenas de guerra y hasta de lucha callejera con cualquier tipo de arma. En cada escena arriesgada de la película se notaba mi mano para celos del director. No acepté ninguna oferta. Vendí todas mis pertenencias, me compré un viejo vehículo todo terreno y desaparecí en la inmensidad sureña, polvorienta y árida, para nunca regresar.

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