martes, 18 de marzo de 2014

Abejas

Del libro: En la variedad está el cuento 
              

           Se había despertado con un molesto zumbido en los oídos y recordando un extraño sueño: Se encontraba en el interior de un templo tan grande que la luz de las antorchas no alcanzaba a iluminar en todo su ancho, alto y profundidad. Parecía una construcción sumeria o babilonia, tenía grandes columnas con capiteles tallados. En la inmensa nave central, cientos de fieles, con antiguas vestiduras, reverenciaban un tótem con cuerpo de abeja, con cuatro alas extendidas a los costados y cabeza de mujer con rostro triangular y antenas.
            Impelido por una fuerza sobrenatural, olvida las rutinas diarias, toma las herramientas de orfebrería y comienza a diseñar con delicadeza y precisión una figura tal como la que había soñado. Busca y encuentra entre los materiales arrumbados una barra de metal precioso que desde hacía tiempo aguardaba ser trabajada y que le permitirá construir una escultura de unos veinte centímetros de altura.
            Está asombrado de su seguridad, no vacila ni una vez en las decisiones que debe tomar con respecto a las proporciones, los cortes y el esculpido del rostro. Sin haberse detenido ni por un momento, al final del día acaba el trabajo.
            Nunca ha visto nada igual, le nota una gran belleza incrementada por la originalidad del diseño.
            A la mañana siguiente la lleva a su puesto en la Feria de Artesanos para lucirla; no tiene intención de venderla.

            Un antropólogo que recorre los puestos se detiene admirado y comienza a dispararle una andanada de preguntas: que cómo se le había ocurrido el diseño; si había visto esa imagen en alguna ilustración; que cuál era la antigüedad de la obra. Se pone como loco cuando se entera de que no está a la venta.
            El artesano, a su vez, lo interroga acerca de por qué se ha sorprendido tanto al verla, por qué desea tanto poseerla. Acosado, el antropólogo le habla de la semejanza con una deidad femenina con forma de abeja que adoraba un pueblo antiguo. Un pueblo que se dedicaba a la agricultura en la medialuna de los pueblos fértiles en Asia.
            El artesano, sumamente interesado, le cuenta que concibió la figura a partir de un sueño que fue para él una revelación y que transcurría en un templo cuya arquitectura coincidiría con la de Asiria o Babilonia y que la vestimenta de los fieles que la adoraban podría ubicarse en el mismo espacio y tiempo.
            Su interlocutor le afirma, no sin estupor, que él también había estudiado las características del ídolo y de su pueblo a raíz de un sueño. Lo que había leído no era muy optimista. El artesano debe tener cuidado con su creación y no exhibirla de manera tan ostensible. Las características de esa deidad son negativas y podría traer consecuencias funestas a su dueño.
            El artesano duda de la veracidad del antropólogo, si trae daño, ¿por qué la quiere comprar?

            Mientras conversan, una abeja ha comenzado a revolotear en torno a la cabeza del artesano quien la espanta con un movimiento del brazo, sin prestarle atención. La abeja zumba y molesta con el ruido hasta que éste se silencia por un momento. Después, vuelve a oírse el zumbido. Esta vez es el antropólogo el que debe espantarla. Regresa el silencio y notan a continuación que hay una abeja rondando en torno a cada uno de los dos.
            Posesionados con el tema de la discusión han atraído también el interés de los puesteros vecinos que, con pocas ventas a esa hora del día y con mucha curiosidad por la vehemencia de gestos y palabras de ambos, los rodean.
            En un momento, alguien grita: “Miren la estatua”, y la ven cubierta de abejas. Los zumbidos aumentan producidos por distintos ejemplares que se han enjambrado en torno a la figura como suelen hacerlo cuando cambian de panal.
            Uno de los puesteros, experto en cuestiones melíferas, toma una caja de cartón que puede ser bien cerrada por arriba y con su sombrero las acompaña con un movimiento envolvente intentando conducirlas al recipiente, pero ante la mirada atónita de los espectadores, las abejas se abalanzan sobre el grupo y comienzan a picar a diestro y siniestro con la consiguiente desbandada de puesteros y turistas que para ese entonces ya se han concentrado en mayor número para la visita sabatina.
            Se arma un pandemonium increíble ya que el número de abejas ha crecido de manera exponencial. Parece que todas las colmenas de la zona se hubieran dado cita en el mismo lugar.

            En medio de la caótica situación, un grupo de personas, aparentemente religioso, se acerca moviéndose con calma en medio del descalabro. El grupo debe ser uno más de los de las diferentes creencias que pululan por la zona. Con su sola presencia, comienzan a concentrar las abejas sobre sus cuerpos y, por raro que parezca, los insectos no sólo no los pican, sino que parecen acatar sus órdenes. Se forma así un enjambre espectacular a su alrededor, una pirámide de cinco metros de alto por tres de ancho que ocupa el centro de la calzada y los cubre por completo. Los disparadores de las cámaras fotográficas funcionan ininterrumpidamente y algunos aprovechan a despachar, desde sus modernos celulares, las imágenes a los noticieros y a youtube.
            De esa informe montaña palpitante se desprende con delicadeza uno de los integrantes de la secta quien, cubierto de abejas, se acerca al artesano, lo mira fijo sin parpadear, como en trance, y le dice: “Somos de la “Comunidad apiaria”. Le compro la figura, ¿Cuánto quiere por ella?”.
            El feriante no atina a contestar, anonadado por los acontecimientos que, la en apariencia inocente figurilla, ha generado. Luego de un momento logra balbucear:
            “Déme lo que le parezca. Llévesela, es cosa del diablo. Yo no la quiero”.
            El hombre saca del bolsillo, con cuidado de no lastimar ninguna abeja, un considerable fajo de billetes de cien y agrega:
            “Gracias a su trabajo hemos recuperado una deidad perdida en la noche de los tiempos. Pronto un templo con forma de colmena se agregará a los edificios religiosos de la zona”, y se dirige al grupo con el antropólogo pegado a sus talones.
            Doblemente agradecido, una, por el excelente pago y otra, por haberse liberado de la estatuilla, el artesano sonríe bobamente mientras todos en la feria y en el pueblo ven alejarse a paso de hombre la bullente montaña hacia Mallín Ahogado.*


* Nota del editor: Mallín Ahogado, un suburbio rural de El Bolsón, que registra la mayor concentración de templos de distintos credos por metro cuadrado de todo el país.
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1 comentario:

Guillermo Sieder dijo...

Excelente relato.
No me sorprende para nada que esto haya ocurrido en El Bolsón, particularmente en la Feria de los Artesanos.
Todas las veces que viajamos terminamos en la Feria.
Felicitaciones!
Guillermo.