martes, 18 de marzo de 2014

El hombre del paraguas amarillo

Del libro: En la variedad está el cuento
paragüas amarillo


            El hombre tenía un enorme paraguas de color claro, amarillo, con huellas de gato marcadas en la tela. Era como si el gato que había dejado su impronta hubiera pisado petróleo antes de incursionar por ella.
            Sé que me reí porque me hizo recordar al Inspector Clouzot en alguna película de la Pantera Rosa. Yo iba con una amiga y él se dio vuelta al oír las risas. Comprendió enseguida cuál era el motivo de nuestro regocijo y sonrió también, algo bobamente. Era gordo, y su paraguas de tal dimensión, que alcanzaba a cubrirlo totalmente.
            Esa semana llovió todos los días. El hombre iba siempre con su paraguas y debía de salir de su trabajo unos segundos antes que nosotras porque lo descubríamos más cerca o más lejos por el enorme paraguas manchado. Siempre nos saludaba con la misma sonrisa tonta que casi parecía quedar flotando como la del gato de “Alicia en el País de las Maravillas”.
            Resultó ser que trabajaba en el piso inferior al de nuestras oficinas y salía a la misma hora. Siempre con paraguas. Si llovía lo abría, si no, lo usaba de bastón.
            El viernes nos invitó a tomar un café y mi amiga aceptó de inmediato sin que yo tuviera tiempo de opinar. Nos sentamos a la coqueta mesita de una confitería cercana cuando mi amiga debió dejarnos porque su novio, al que no esperaba, la había venido a buscar. No había sido mi intención quedarme a solas con el falso Inspector Clouzot, pero ¡qué le iba a hacer! Me pagaría un café y me ayudaría a pasar un rato lejos de mi pieza solitaria. Conversamos. Le pregunté si le gustaban los gatos y después me arrepentí porque pensé que creería que me estaba burlando de él. Pero no, nada de eso. Me contestó que los gatos no le atraían de una manera especial y ya en el tema no pude evitar preguntarle por las marcas en su paraguas. “Son para conquistar chicas bonitas como usted” y yo comencé a arrepentirme del café y de las preguntas. Sin embargo el tipo tenía un aire bonachón que me permitió terminar la taza y despedirme sin prisas pero sin demoras.
            Mi pieza estaba fría y el viento había tirado la ropa que yo tendiera por la mañana en el balcón y un gato con las patas sucias había marcado mis sábanas y  algunas de mis ropas íntimas. Sólo pensé con disgusto en que tendría que volver a lavarlas y luego, ya en la piletita de la cocina, cuando intentaba limpiar por sectores las manchas negras de la sábana, recordé a Clouzot. Las manchas eran similares a las de su paraguas.
            Después, miré por la ventana y vi al gato sentado junto a la puerta del balcón como esperando que le abriera. Era color amarillo, grande, con inmensos ojos verdes. En el balcón había pisadas, huellas del gato por todas partes. Por la mañana tendría que lavarlo, antes de ir al trabajo; ahora, ni de loca le abriría al gato gordo la puerta. Bajé las persianas y se oyó un maullido de pesar. Me dio algo de risa por el pelaje desarreglado, desparramado, pero no aflojé. Supe que seguía en el balcón porque lo oía ronronear y moverse junto a la cortina.
            A la mañana seguía allí, hecho un ovillo, sobre la tierra de mi macetero. No podía volver a colgar la ropa afuera con ese animal rondando. Bajo su atenta mirada limpié el piso del balcón con balde, trapo y cepillo. Eso sí, tomando previamente la precaución de cerrar la puerta. El gato me miraba. ¡Que mirara! No pensaba darle de comer y sentí cómo crecía mi enojo.
            El balcón – y mi pieza, por supuesto – están en un quinto piso. El gato parecía ponerse en sintonía con mi enojo y se encrespaba ante cada movimiento enérgico del cepillo cuando éste se le acercaba. Hasta curvaba el lomo, sacaba las uñas afiladas y mostraba los dientes. Me apuré, sólo faltaba el repaso final y el balcón quedaría impecable. Me di vuelta para enjuagar el trapo en el agua del balde cuando sentí que me saltaba a la espalda y me clavaba las uñas filosas en los hombros. Luché por desprenderme de él, más asustada que enojada, y estuve a punto de perder el equilibrio. El gato seguía adherido como si en el aferrarse le fuera la vida. Y le fue, porque logré sacar sus garras de mis hombros con ambas manos y me sacudí con fuerza, como un perro mojado. El animal voló por encima de la baranda estrellándose contra el suelo a cinco pisos de distancia.
            Vi como la portera del edificio se le acercaba y luego regresaba con una pala y una escoba; lo barría – lo que quedaba de él – y lo arrojaba en el recipiente de residuos que aguardaba al basurero.
            Observé los daños en mi persona: tres líneas de sangre desde cada hombro hasta el omóplato correspondiente y un susto mayúsculo que traté de calmar con una enorme taza de café. No quiero volver a ver gatos ni huellas de gatos en mi vida.
            Al salir esa tarde de la oficina, llovía. Busqué el enorme paraguas amarillo y no lo vi. No volví a verlo nunca más. Ahora no me da risa recordar a Clouzot.


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2 comentarios:

virginia(Gualeguaychu) dijo...

Aqui estoy......es genial el del gato!!!!!!!!!!!beso enorme.....

Martha Perotto, Escritora dijo...

Gracias, Virginia. Ese cuento está en mi último libro "En la variedad está el cuento" que estuve a punto de publicar con el título de "¿Policiales?" reuniendo todos mis cuentos policiales, que de negro tienen muy poco. Martha