Del libro: En la variedad está el cuento
El hombre tenía un enorme paraguas
de color claro, amarillo, con huellas de gato marcadas en la tela. Era como si
el gato que había dejado su impronta hubiera pisado petróleo antes de
incursionar por ella.
Sé que me reí porque me hizo
recordar al Inspector Clouzot en alguna película de la Pantera Rosa. Yo iba con
una amiga y él se dio vuelta al oír las risas. Comprendió enseguida cuál era el
motivo de nuestro regocijo y sonrió también, algo bobamente. Era gordo, y su
paraguas de tal dimensión, que alcanzaba a cubrirlo totalmente.
Esa semana llovió todos los días. El
hombre iba siempre con su paraguas y debía de salir de su trabajo unos segundos
antes que nosotras porque lo descubríamos más cerca o más lejos por el enorme paraguas
manchado. Siempre nos saludaba con la misma sonrisa tonta que casi parecía quedar
flotando como la del gato de “Alicia en
el País de las Maravillas”.
Resultó ser que trabajaba en el piso
inferior al de nuestras oficinas y salía a la misma hora. Siempre con paraguas.
Si llovía lo abría, si no, lo usaba de bastón.
El viernes nos invitó a tomar un
café y mi amiga aceptó de inmediato sin que yo tuviera tiempo de opinar. Nos
sentamos a la coqueta mesita de una confitería cercana cuando mi amiga debió dejarnos
porque su novio, al que no esperaba, la había venido a buscar. No había sido mi
intención quedarme a solas con el falso Inspector Clouzot, pero ¡qué le iba a
hacer! Me pagaría un café y me ayudaría a pasar un rato lejos de mi pieza
solitaria. Conversamos. Le pregunté si le gustaban los gatos y después me
arrepentí porque pensé que creería que me estaba burlando de él. Pero no, nada
de eso. Me contestó que los gatos no le atraían de una manera especial y ya en
el tema no pude evitar preguntarle por las marcas en su paraguas. “Son para
conquistar chicas bonitas como usted” y yo comencé a arrepentirme del café y de
las preguntas. Sin embargo el tipo tenía un aire bonachón que me permitió
terminar la taza y despedirme sin prisas pero sin demoras.
Mi pieza estaba fría y el viento
había tirado la ropa que yo tendiera por la mañana en el balcón y un gato con
las patas sucias había marcado mis sábanas y
algunas de mis ropas íntimas. Sólo pensé con disgusto en que tendría que
volver a lavarlas y luego, ya en la piletita de la cocina, cuando intentaba
limpiar por sectores las manchas negras de la sábana, recordé a Clouzot. Las
manchas eran similares a las de su paraguas.
Después, miré por la ventana y vi al
gato sentado junto a la puerta del balcón como esperando que le abriera. Era
color amarillo, grande, con inmensos ojos verdes. En el balcón había pisadas,
huellas del gato por todas partes. Por la mañana tendría que lavarlo, antes de
ir al trabajo; ahora, ni de loca le abriría al gato gordo la puerta. Bajé las
persianas y se oyó un maullido de pesar. Me dio algo de risa por el pelaje
desarreglado, desparramado, pero no aflojé. Supe que seguía en el balcón porque
lo oía ronronear y moverse junto a la cortina.
A la mañana seguía allí, hecho un
ovillo, sobre la tierra de mi macetero. No podía volver a colgar la ropa afuera
con ese animal rondando. Bajo su atenta mirada limpié el piso del balcón con
balde, trapo y cepillo. Eso sí, tomando previamente la precaución de cerrar la
puerta. El gato me miraba. ¡Que mirara! No pensaba darle de comer y sentí cómo
crecía mi enojo.
El balcón – y mi pieza, por supuesto
– están en un quinto piso. El gato parecía ponerse en sintonía con mi enojo y
se encrespaba ante cada movimiento enérgico del cepillo cuando éste se le acercaba.
Hasta curvaba el lomo, sacaba las uñas afiladas y mostraba los dientes. Me
apuré, sólo faltaba el repaso final y el balcón quedaría impecable. Me di
vuelta para enjuagar el trapo en el agua del balde cuando sentí que me saltaba
a la espalda y me clavaba las uñas filosas en los hombros. Luché por
desprenderme de él, más asustada que enojada, y estuve a punto de perder el
equilibrio. El gato seguía adherido como si en el aferrarse le fuera la vida. Y
le fue, porque logré sacar sus garras de mis hombros con ambas manos y me
sacudí con fuerza, como un perro mojado. El animal voló por encima de la
baranda estrellándose contra el suelo a cinco pisos de distancia.
Vi como la portera del edificio se
le acercaba y luego regresaba con una pala y una escoba; lo barría – lo que
quedaba de él – y lo arrojaba en el recipiente de residuos que aguardaba al
basurero.
Observé los daños en mi persona:
tres líneas de sangre desde cada hombro hasta el omóplato correspondiente y un
susto mayúsculo que traté de calmar con una enorme taza de café. No quiero
volver a ver gatos ni huellas de gatos en mi vida.
Al salir esa tarde de la oficina,
llovía. Busqué el enorme paraguas amarillo y no lo vi. No volví a verlo nunca
más. Ahora no me da risa recordar a Clouzot.
¿Querés leer más?
2 comentarios:
Aqui estoy......es genial el del gato!!!!!!!!!!!beso enorme.....
Gracias, Virginia. Ese cuento está en mi último libro "En la variedad está el cuento" que estuve a punto de publicar con el título de "¿Policiales?" reuniendo todos mis cuentos policiales, que de negro tienen muy poco. Martha
Publicar un comentario