miércoles, 27 de mayo de 2009

Viejo Bar



Era un día de lluvia, una tarde gris. El viejo bar con paredes recubiertas de madera, posiblemente roble de Eslavonia, mostraba el lujo de otra época. Estaba algo deslucido, los años no pasan en vano.
Tengo el hábito de recorrer la ciudad y detenerme en los lugares que dejan entrever historias de otro tiempo. Nunca imaginé hasta qué punto esto era cierto en ese viejo bar.
El mozo, un joven moreno y despierto, me acercó el café que le había pedido. Mientras me servía, se fijó en la carpeta abierta sobre mi mesa y al ver en ella la típica silueta de los versos me preguntó:
— ¿Poeta?
Esbocé una sonrisa por toda respuesta y él se dirigió hacia el otro sector del bar, el Salón Familias, con mesas cubiertas de manteles a cuadritos. No pude ver a quién atendía ya que una divisoria de madera, que a él le llegaba al pecho, separaba los ambientes. Supuse que era una mujer por la deferencia en el trato; y conocida, además, ya que se notaba en el tono bajo una cierta intimidad.
Trabajé un buen rato en mis versos, hasta que, al levantar la vista, me sentí sumergido en un mundo gris de semipenumbra. Casi no distinguía las letras. A punto de solicitar al mozo que encendiera las luces, noté que todos estaban con la vista fija en la pared del fondo, blanca y limpia de adornos. Había unas cuatro o cinco personas. Hice lo mismo que ellas, y cuando el haz de luz de un coche que doblaba iluminó el muro, proyectó una imagen extraña..., una fila de coristas de principios de siglo, que subía a un aparato suspendido sobre los techos de tejas de las casas. Parecía un cohete. La representación tenía las características propias de las películas mudas. Las chicas saludaban y subían al aparato. Cuando el coche dejó de iluminar el muro, todo se esfumó.
No me reponía aún de la sorpresa cuando la luz del coche siguiente reflejó una luna ridícula, con rostro. Tenía clavado en un ojo algo así como un cohete o un catalejo, quizás era el mismo aparato al que habían subido las chicas. Con las luces siguientes se sucedieron chispazos de imágenes naif, en vertiginoso movimiento. Comprendí que estaba asistiendo a la proyección fragmentada de una vieja película muda, de principios de siglo, cuyo nombre no podía recordar. No me quise levantar para no romper el ambiente casi religioso que se percibía en el bar.
La gente parecía hipnotizada. Cerca de mi mesa, un señor con polainas ¿polainas?, se reía como loco.
Cuando terminó, todos aplaudieron, se encendieron las luces, y el mozo se acercó a mi mesa.
— “Viaje a la Luna” de Georges Mèlies, 1908. — me dijo — ¿Quiere que le sirva alguna otra cosa?




— Sólo se aprecia cuando las luces de los coches que doblan se reflejan sobre la pared. Lo mejor fue cuando cerraron la avenida para arreglarla. Todos los vehículos tenían que girar aquí, en la esquina. Era un desfile interminable que permitía una proyección casi ininterrumpida. — me explicó el mozo al terminar.
— Pero...¿por qué...?
— El bar se construyó sobre un viejo cine.
Me reí:
— Eso no explica nada. Es imposible...
— Usted es un poeta, tiene algo de sagrado, por eso lo ve. La mayoría de la gente se ríe de nosotros, dice que miramos una pared en blanco. Con los años me he vuelto un experto en cine mudo. ¡Hasta tenemos sonido a veces! El cine se cerró en 1930. “El cantor de jazz”, de Al Jolson, es de 1927, la hemos visto. La primera película sonora. Claro que las interrupciones no favorecen al sonido, con la imagen es más llevadero.
— ¿No probaron de poner una luz continua desde la esquina?
— Lo probamos todo. La imagen es caprichosa, como una mujer. Aparece cuando quiere. En especial los días de lluvia.
— Como yo — la mujer del Salón Familias se había acercado a nuestra mesa sin que nos diéramos cuenta. — ¿Cuánto le debo, Rodolfo? Me voy.
Tenía los ojos muy sombreados y un peinado extraño, ondulaciones y algún rizo engominado, pegado sobre la frente y las mejillas. Vestía de negro, seda negra, con pliegues y recortes. Ostentaba un largo collar de perlas y un cigarrillo con boquilla. Parecía salida de la película que habíamos visto. Pagó y se alejó saludando con un gesto.
— ¿Se escapó de la pantalla? — pregunté, dispuesto ya a creer cualquier cosa.
— No, es una buena clienta. Se mimetiza con las heroínas.
— No es alguien muy común. Tampoco usted.
— ¿Por qué lo dice?
— Habla muy bien, sabe de cine. La verdad que no parece un mozo de café de Buenos Aires. Le noto un aire familiar.
— Son ilusiones que crea el cine.
Volví a reírme y pensé que los del bar habían conseguido infundirle un aire de misterio que debía de favorecer el negocio.
— ¿Sabe? Soy poeta por afición y periodista por necesidad. ¿Me permitiría hacer una nota sobre lo que vimos hoy?
— Mire, yo no soy el dueño. El no está en este momento, pero no creo que le moleste. Lo que me parece, es que el tema no da para una nota periodística. Sí lo veo para un poema o un cuento.
Volví a sonreír porque me pareció muy ingenuo. Abrí mi carpeta y empecé a pergeñar una nota que seguro tendría tono nostálgico, como esa lluvia persistente y fina que no había dejado de caer.
— ¿Cómo se llama? — pregunté.
— Rodolfo.
— ¿Y el apellido?
— Es mi nombre profesional, ponga: Valentino.

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